miércoles, julio 25, 2007

Una noche en el casino

Una noche en el casino

Levantó lentamente las cartas, tratando de no romper el misterioso encanto que las envolvía. Jugaba él solo contra la banca, que mostraba sobre el verde paño, un 10.

Observó fijamente las figuras: Dos jotas sonreían desde el ambiguo espejo en donde se reflejaban a sí mismas. Las otras tres cartas eran un dos, un cuatro y un siete. No le convenía pagar seis pesos por cartas que ya intuía no le servirían para nada. Bajó la mano, entonces, y, con la habilidad adquirida por tantas noches como aquellas, separó una ficha de diez mientras rezaba en voz baja al crupier, a sí mismo y al encargado de mesa, que cual fantasma en la oscura noche, vestido en traje y silenciosamente, había aparecido.

- “No vengo, amigos míos, a robarles el corazón”.

El crupier le miró algo confundido, mientras las cuatros cartas que le correspondían a la banca esperaban para ser dadas vueltas.

- ¿Disculpe, señor? – preguntó, con modesta cortesía
- No, nada. Deje – dijo el jugador, algo alicaído por la incomprensión a la que se vio
de pronto sometido -. Por favor, deme buenas noticias, que me están haciendo falta.

Su súplica, murmurada entre dientes, se perdió entre el ruido de monedas cayendo, el murmullo de la gente, el rebote sonoro que hacía la bola de la ruleta en su vertiginosa y circular huída a los números, y los lamentos de los perdedores y las risas triunfantes de los ganadores. Pensó que había muchas personas ahí adentro, y que la sonrisa de quienes atendían iba muy a juego con la colorida y errante arquitectura de las falsas esperanzas sin sentido e inminentes derrotas que las tragaperras construían para los confiados errantes como él.

Entre el medio del estruendo escuchó, mientras levantaba sus cartas para contemplar sus jotas, como si en ese gesto y en esa mano se encontrara una alegría perdida hacía ya mucho tiempo, con una claridad precisa, como si el mensaje estuviese dirigido a él, y no al ser sin rostro que despreocupado se disponía a jugar:

- La guita llama a la guita, alemán. Jugale a la apuesta máxima.

La catarata de fichas atrajo su atención un segundo hacia la máquina de donde había venido la voz, y observó como dos jóvenes bromeaban sobre la suerte de uno de ellos.

- Mierda, que tenes ocote – le decía el flaco de pelo enrulado al otro, que era más alto y fornido -. Agradece que no traje el cel, porque sino le sacaba una foto al tremendo culo que tuviste.

El muchacho fornido sonrió, mientras agradecía las felicitaciones de una mujer que se sentaba a su lado, sin prestar atención a la furibunda mirada del señor que, hasta hacía instantes, había desperdiciado unos buenos billetes en la misma máquina, y él, en cuya mano esperaban dos jotas para decidir su suerte, desvió la mirada hacia un opaco espejo, donde vio reflejada su sonrisa, apenas deformada por la distancia que lo separaba, y pensó que el joven ruludo no estaba para nada equivocado. La guita llama a la guita. No podía no ser una buena señal.

Con gesto decidido puso todas las fichas encima de su mano. El crupier las contó con agilidad y las volvió a depositar sobre el paño.

- Son quinientos pesos, señor – informó -. ¿Está seguro de querer jugarlos?.

Él, vistiendo una historia plagiada por otros tantos, decidió sonreír, emulando la sonrisa ambigua que le devolvían las cartas, desde su prisión de plastificado papel.

- La plata llama a la plata – dijo, como para sí -. Deles vuelta, nomás.

Al lado del diez aparecieron un nueve, una jota, una reina y un rey.

Aquel hombre, que ahora maldecía a un desconocido de pelo enmarañado que se iba festejando su pequeña fortuna junto a su amigo a través de la puerta, no se había equivocado.

El dinero llama al dinero, pero al final de la noche, la casa es quien gana.

1 sorprendidos por semejante idiotez:

Sebastian [A.K.A. Manga Lord] dijo...

Jajajaja, buen relato de una noche de azar!
Saludos desde Turku.