miércoles, enero 23, 2008

Bar de Ruta

La pregunta, en ese lugar y en esa situación, y encima tirada a boca de jarro, no parecía estar más desubicada. Es más, hasta pestañeó un par de veces y pidió, atragantado por el pedazo de pan con milanesa que bajaba por un lado y la necesidad de hablar, que subía en dirección contraria, que le repitiera la pregunta.

- ¿Por qué en tus historias nadie se chamuya a nadie?

No, no había sido un murmullo raro en donde el ventilador confundía las palabras para jugarle una bizarra broma. Esa extraña pregunta, esa pregunta que nadie le había hecho y que él jamás hubiese intuido se fuera a dar en su presencia, había salido con una ligereza y una brutalidad más propias de las carreras que se corrían tiempo atrás por esos parajes que el cansino paso de multitudes diversas y desparejas, contradictorias, que podían llegar a detenerse en ese café por esos días.

Él otro ya picaba con handicap, no tenía forma de negarlo. Estando los dos solos ahí, sentados en esas banquetas circulares que cuando uno quería girar se trababan en un punto con un clac seco y compartiendo un sándwich de milanesa de más que dudosa procedencia, tenía que competir en ese extraño sprint, en ese “tire y afloje” de preguntas incómodas y silencios distantes a ser definitivos.

La llanura, afuera de la estación de servicio vacía, se extendía verde hasta donde durmiera el horizonte. Un viento suave acariciaba los tallos que empezaban a surgir y lejos, bien lejos sobre la línea que separa el sopor celestial de nuestra terrenal vigilia, unas nubes de tormenta presagiaban el estruendoso caos de luminosa candencia. Los aparadores vacíos, las heladeras cubiertas de polvo y el piso blanquinegro lustroso, iluminado por el sol pálido de la tarde colándose por entre las tiritas de las cortinas, daban a la sonrisa que esa pregunta había generado un aire ofensivo.

- Ni idea de lo que me estás hablando – dijo, y sorbió un trago de coca cola directamente de la botella larga que tenían entre medio. Su vista se dirigió hacia el diario, donde una parodia del pasado desfiguraba las antiguas contiendas de titanes.

- Dale, che – arremetió el otro -. Te estoy preguntando nomás, por curiosidad, porque tus personajes no se levantan ninguna minita nunca.

Bandera Amarilla.

Sé acomodó en la silla incómodo. Trató de girar, pero el clac lo detuvo cada vez que intentaba arrancar, como si fuera un motor empecinado cuyo encendido trabajaba por cuenta propia. Los labios de aquel chabón lo ponían nervioso. Apuro un pedazo de sándwich con un trago de gaseosa, mientras leía una crónica, tratando de dejar pasar esa obstinación.

- Mirá los pelotudos estos – dijo, extendiéndole con la mirada gacha el papel manchado de aceite del diario.
- No te hagas el pelotudo y responde de una vez – lo interrumpió el otro, con un gesto de malevo transfigurando su cara.

La fotografía de dos autos superando una curva quedó contemplando las aspas del ventilador, que giraba ajeno a la charla de ahí abajo, y humedecido un poco por el roce con la botella de vidrio que había en la mesa.

- Decime de una vez – le pidió -. Tampoco es algo a lo que hay que tenerle vergüenza, che. Es sólo curiosidad.

Hubiese dado su mano para saber porque hacía esas preguntas. La curiosidad no motiva preguntas extrañas en bares desolados y perdidos en el medio de los campos, donde los únicos indicios de existencia son intersecciones rojas, si la calzada es de asfalto, o azul, si es de tierra. En esos cruces de tinta en el papel, la pampa se estremecía por el paso de los tractores y los camiones, quienes corrían hacía el horizonte del llano y las curvas ocultas, en parodias grotescas de pasos antiguos ahora y tapados por el polvo. Con tristeza, pensó que ahí también él era parodia.

- ¿Para qué querés saber?
- Para saber, nada más. Me parece extraño que alguien de tu capacidad no pueda escribir un dialogo de levante.

Incómodo, trató de acomodarse en el asiento. Clac. No había necesidad de responder, pero el juego así lo indicaba. Hasta nuevo aviso, aquel que tenía enfrente marcaba las pautas, y lo hacía sin apuro, con pasos medidos, sin dejar de ver su estrategia. ¿Habría alguna acaso?

Clac

- ¿Podés quedarte quieto un segundo y responder, por favor?
- Esta bien – terminó cediendo -. No me salen. Será la timidez o que se yo que cosa, pero no me salen. Las cosas naturales de todos los días no me motivan como para escribir sobre ellas. Creo que ya lo habíamos discutido antes.

El silencio que los separó fue táctico. Una parada en boxes como para medir el pulso y ver hasta que punto se podía seguir tirando hacia delante. Afuera, el compás desparejo de las gotas sobre el techo empezaban a dibujar el tramo que se vendría durante esa parada inesperada. Se retaban en silencio, mediando tan sólo un trecho de piedra limpia, una gaseosa de marca y un par de sándwiches de milanesa a medias, como si afuera los truenos fueran estampidos de viejos motores oxidados y la lluvia que empezaba fuese el aceite que los dos estaban esperando desde hacia mucho tiempo.

- Vos sabes – dijo, mientras se acariciaba el pelo y trataba de adivinar las sombras que los relámpagos dibujaban en la pared – que nunca fui muy bueno con esas cosas. Ni en la vida real ni en el resto. Lo habitual, lo diario, lo que fuese una especie de eco de las pequeñas derrotas diarias y de las batallas que precedían esas derrotas, no me interesaban en lo absoluto. No era trascendente – movía las manos despacio, con gestos aprendidos por la repetición y por cierta memoria que iba más allá de los nombres y los apellidos. Algo más profundo. Como el vértigo que nos despierta una mirada curiosa -. Por eso siempre apunté a algo más allá. A algo que sea capaz de dejar su huella marcada en forma imperecedera. Los grandes problemas me llamaban, como si en ellos estuviesen las respuestas y no en los avatares cotidianos a los que tantas veces negué – un silencio propició a que sus dedos marcaran tranquilamente el ritmo de un tango sobre la mesa -. Además, yo no soy como vos. Casi podría decirse que pertenecemos a mundos diferentes, che.

La sonrisa se había ensanchado. Casi hasta el borde de una risotada. Tal vez los truenos, ruidos que despertaba el campo ahí afuera bajo la lluvia, los motores imperecederos rugiendo detrás de la historia y la risa muda que tenía enfrente fueran partes de la misma cosa. Un hilo vital que descubría una veta ínfima en el tejido del caos.

- Mira vos – comentó – así que es por eso. Por algo tan simple como eso.
- Y sí. Nunca fui capaz de retratar lo cotidiano como vos.

Podían compararse ligeramente en un par de aspectos, pero en cuanto a esencia, eran demasiados distintos. Uno trataba sobre temas profundos y trataba de dejar la huella en lugares distantes, allá donde las costumbres se confunden y los nombres dejan de tener sentido ante los paisajes irresistibles. El otro, desde la cotidianidad de las caderas y los voluptuosos escotes, marcaba el ritmo de una sensual mitología más cercana a los arrabales del lado de los ríos inmóviles o rugientes, de las caricias y las sonrisas y ojos brillosos que callan tantos misterios que en sus pieles se escriben. Eran corredores de carreras largas e impensadas, donde se terminan perdiendo el origen de las palabras para que sobrevivan esos gestos solemnes.

Borrando su sonrisa, tomó un trago de coca. La silla debajo de él, cuando giró para pararse y dirigirse hacia la puerta, sonó solemne en el silencio.

Clac

- Lo mío siempre fue relatar la épica de los grandes, Mario – le dijo el otro, que había quedado sentado entre los restos del almuerzo -. Por eso nunca pude escribir el chamuyo para levantarse una mina.
- El problema no es ese, Juan – dijo Mario, parado al lado de la puerta -. Sino que en la búsqueda de tu excelencia, te olvidaste del barro de los humildes, de donde vos habías nacido.

La bandera a cuadros. Y el final, solemne, de la derrota, vestido de silencio, en una estación de servicio abandonada en el medio del campo, donde sólo dibujan la realidad líneas perdidas de color azul y rojo en un mapa.

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