domingo, enero 13, 2008

Retrospectiva

¿No es interesante el modo en que juega la retrospectiva?

Esa pregunta vuelve a mí, de tanto en tanto, siempre que me veo de vuelta mirando a través del hueco vacío de la ventana de aquel hotel lejano y perdido, de paredes grises. No sé porque, pero desde el primer momento en que desde ahí pude oír el murmullo del mar chocando contra la costa de esa ciudad portuaria, sentí como si mi vida fuera marcada por una especie de mano gigante que dobla la esquina de esa hoja en particular. Y cada vez que abro el libro gigante y pesado de mi memoria, esa página salta y me pregunto si no es interesante el modo en que juega la retrospectiva.

Podía verme esa mañana de verano reflejado de espaldas en el espejo del otro lado de la habitación, meditando sobre los encadenamientos azarosos que me había llevado hasta ahí. Sentía recorrer con la vista mi flaco perfil de espaldas a la habitación y al espejo, como si fuera un anónimo espectador dentro de una habitación cargada de historia y en donde figuras y muñecos representan a quienes alguna vez la habitaron. La vista marcaba un surco desparejo que bajaba desde el pelo corto de la coronilla, pasaba por los omoplatos de la flaca y pecosa espalda, se detenían unos instantes en el boxer negro que usaba yo por aquellos días y llegaba a mis pies, pasando por mis piernas un tanto chuecas y en donde el vello se debatía entre una presencia escasa o multitudinaria.

Recuerdo claramente mi espalda, en esos instantes, por más que no la haya podido ver y no me haya entretenido observando los distintos autos que se estacionaban escaleras abajo, el ruido de algunos pájaros y el murmullo un tanto lejano del mar. Dentro de la habitación, las blancas paredes no acusaban recibo de nada y tu figura parecía plena de paz abrazada a la almohada. Me di vuelta y contemplé durante unos instantes esa caverna plena de secretos y deseos. Tu figura, pequeña y frágil, asomaba apenas envuelta entre las sábanas, y el tono crema de tu piel desnuda brillaba con la luz que entraba desde el estacionamiento. Te veías tan angelical descansando, rendida ante la mañana, indiferente al caos sonoro que se juntaba en mis oídos. Me veo acercándome y sentándome al lado tuyo, contemplando el arco que describe tu cabello cayendo sobre una parte de tu cara y tu cuello. Tus labios, enmarcados por el cabello que los ensombrece, parecen más rubíes que nunca.

Ahí afuera, cruzando el cemento del parque y llegando a la calle, un mundo poco a poco empieza a despertarse. Veo como mis pasos me arrastran hasta ahí, alejándose de esa realidad, y en mi estomago se libera el vacío de sentir de vuelta tu piel. Te toca él, pero te siento yo, que veo esa escena como el mudo televidente en el que me he convertido. Envidio secretamente esas horas pasadas, de tus pechos asomando entre mis manos y tu boca susurrando obscenidades a mi oído. De estar apoyados contra la pared, dejándonos escapar y atrayéndonos, presos en la búsqueda. ¿Cuánto de sepia hay en ese cuadro que contemplo?

Me asomo a la ventana y redescubro cada elemento de aquella mañana. Los autos, los tachos de basura, los carteles. Todo en el mismo lugar. La calle, alejada un poco de la entrada, los pasillos del edificio, moteados de puertas azules y las barandas en el primer piso, alejándose en dirección al asfalto. Todo en el mismo lugar, y me pregunto seriamente si no soy tan sólo yo el díscolo observador que fisgonea en la rutina ajena, ajeno a todos esos lugares cuyos recuerdos me asaltan de manera improvisada.

Tu voz llegó con demasiada fuerza, como si estar contemplando la chapa azul de aquella coupé no hubiese significado nada.

- ¿Cómo andas mi amor? – dijiste, con la claridad que recordaba y ante mis ojos bailaba tu mirada somnolienta y divertida, profundos tus ojos en las sombras rápidas del ventilador, como de seguro bailaba enfrente de la cara de boludo enamorado que siento llevaba esa mañana.

Te estreché contra mi, sintiendo el rubor de tu piel estremeciéndote, y despertando en mí ciertas sensaciones que creía dormidas. Los recuerdos de la noche eran muy fuertes para mí, que contemplaba el parque escaleras abajo y que te contemplaba a ti, envuelta en todos mis deseos y con el halo expectante de todas tus promesas.

- Muy bien, mi amor – te dije, y soné con la voz baja, suave, como si estuviera confiándote algo. Como si me quedara algo para confiarte. Te abracé, recuerdo y sentí como te abraza, sintiendo tus pezones sobre mi pecho y tu aliento empezando a endulzarse sobre mi boca. Con vida propia se movían mis manos y recordaban cada huella marcada. Sentía el calor de tu piel nuevamente, y la vista del sol golpeando y reflejándose en los parabrisas no podía distraer a mis sentidos, despertados y avocados, confundidos en su totalidad, a disfrutarte.

Afuera, un colectivo de larga distancia, desarmaba el camino que lo conducía al horizonte. Y ahí, en la vertiginosa huida de esa habitación en donde una fiera se descontrolaba sobre alguien que clamaba ser presa, me encontré yo. Quieto, al lado del bolso, con la mirada fija en la puerta de vidrio que no decidía abrirse, en un anden cuyo número hoy no importa, bajo el aplastante sol de enero de Córdoba.

Saqué el celular y miré tu último mensaje. Confiado, me había dejado llevar por la corriente de los acontecimientos desde que la cercanía se había hecho inminente. Viendo las cosas desde ahí, desde ese punto de vista azaroso, cuyas coordenadas se perdían en el Google Earth, poco importaba el calor de esos días. Meditaba lo que me había llevado ahí, tratando de parecer ajeno al sudor que tomaba forma curiosas en mi espalda. Esa cadena de sucesos extraños que se dio sin intención de mi parte, por lo menos, había concluido conmigo apostando al todo por el todo, frente a una puerta de vidrio oscuro que reflejaba tanto la luz como mi cara de chico asustado y abrumado que tenía, y que se preguntaba, mirando el reflejo cambiante de su cara en la puerta, si valía la pena apostarlo todo.
Le respondo, desde el mismo anden y desde una distancia insalvable, que sí. Que lo valía. Que lo vale.

Subió al colectivo, seguido por la sombra que se perdió en la fresca oscuridad. Yo tomé su lugar, buscando darle mayor nitidez a esos trazos difusos en los que se convertían las figuras. Los sonidos llegaban apagados pero en mi memoria sonaban con la furia y la insistencia de la realidad. Los frenos, las bocinas, la gente hablando por celular, los pitidos de los videojuegos de los más chiquitos, y sus grititos agudos, los enamorados despidiéndose golpeando el vidrio con el dedo tuc tuc tuc tuc tuc y agitando la mano, los bolsos que se acomodan. Todo me sonaba fuerte y preciso, aunque recuerdo no haberle prestado atención a eso en aquel entonces.

Miré tranquilo como me ubicaba en mi asiento y me reflexioné sobre lo que había pensado en ese entonces. ¿Qué tanto nos mueve la locura? ¿Hasta donde es capaz de hacernos llegar un susurro surgido de entre los chirridos de naves que van y vienen y lo único que dejan es una estela que se pierde para siempre, excepto de las retinas que deciden conservarlas? Recuerdo haberme preguntado sobre la locura y todo lo demás, sobre si creía posible llevar todo aquello hasta el fin. Si realmente quería hacerlo. Veía como las dudas me asaltaban de vuelta hasta que se sentó, con una simpleza que aún hoy me sorprende, al lado mío y me susurró al oído.

- Soy yo

Tu voz resuena en mí, todavía, y en ese entonces, contemplándome también, vi como algo daba un vuelco en mí. Al pasar mi brazo por encima de sus hombros, ese chico que miraba al frente, con ojos grises y a punto de llorar, conocía por primera vez, los contornos de algo que creyó esquivo, irreal: La libertad.

- Lo sé.

La retrospectiva puede cambiar las cosas. Fuiste la libertad para mí. Eso no podría negarlo. Ya no se pueden cambiar todas las cosas que siguieron: Los rumores, las caricias, los finales. Siempre te asociaré con ese sentimiento de que vale la pena batallar por cada centímetro de esperanza, aunque la realidad te juegue en contra y te haga retroceder veinte, treinta o mil pasos. Serás, y fuiste, para mí la palabra solemne que abre todas las puertas y que acomoda todas las cosas. El orden que acomoda lo frágil, lo opuesto y lo que no tiene respuesta dentro de mi universo.

Ahora, contemplo un patio de cemento, fija la mirada en todas las páginas escritas y en las palabras que me rodean. Y te extraño. No se si valdría la penar negarlo, siendo todo tan reciente. Te extraño y se que soy la misma persona que contemplaba autos parados en un estacionamiento, desde el primer piso de un motel, abstraído en el ruido lejano de las olas y del tráfico, y pendiente de captar todos los recuerdos que se vuelven efímeros con el paso de los días. Soy el mismo. Estoy seguro. Aunque hoy haya rejas en esa ventana.

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