miércoles, enero 16, 2008

Diario: Dia 5 - Parte 1

Día 5 - Parte 1

Maybe you’re the reason why

I’m losing all my decency
Limp Bizkit – The One

No hay peor enemigo, en estos días de reflexión postraumáticos, que verse atrapado en un bloqueo creativo. Puede que, si a eso se le suma que el aire acondicionado esta roto y uno no encuentra el ventilador, uno pase un día de mierda. Como el de hoy, ni más ni menos.

Me desperté temprano, hacia las siete o algo, y me senté frente a la computadora para ver si podía escribir algo. Como hago casi todas las veces que escribo, puse música en el equipo como para ayudar a sacarme las palabras que tenía guardadas adentro. Para darme un ritmo, tal vez. Pero no. No pasaba nada. Estaba seco.

Bastante seco, de por cierto.

Escribía un párrafo o dos, leía, seleccionaba todo y apretaba delete. Nada me convencía. Probaba con cambiar de enfoque, de alternar estilos y discursos. Nada. Pasar de prosa a poesía, ida y vuelta. Escribir cualquier cosa. Una frase con la que me sintiera complacido, que me hiciera decir “bueno, este martes no estuvo completamente desperdiciado”. Pero no, no me salía nada.

Una de las peores torturas es tener que ver el cursor titilando, con ganas de putearle, y no poder escribir una sola palabra al respecto que le sienta a uno cómodo. Y peor si es por cerca de dos horas.

Tomé un libro de la biblioteca, entonces. Hacía mucho que no leía y creí que serviría un poco para distraerme y ver un poco el tema este del bloqueo. No pasa sólo por ahí, es cierto, pero tampoco creo que su partida haya influenciado mucho. El ambiente no es el mismo, pero no dejo que me influya. Debo impedir que ese sentimiento aflore. I wont leave this build up inside of me. Demasiada catarsis son las lágrimas como para tener palabras que la adornen.

Guiado por la ironía del título, elegí “Un Mundo Feliz”, de Aldous Huxley. Lo abrí tratando de concentrarme, pero no hubo caso. No pude. Traté probando otro. “El ruido y la furia”, de Faulkner. Tampoco. “El Señor de las Moscas”, de William Golding. Nada. Volví a uno de mis viejos preferidos, “1984”, de George Orwell, pero tampoco pude sentirme.

Empecé a recorrer la biblioteca con cierta desesperación, mientras a mi alrededor crecían las pilas de libros y se amontonaban algunos sobre la mesa ratona que tenía en frente.

- La puta madre.

Me dio miedo, todo lo que me pasaba, porque una cosa es no poder escribir por estar pasando un momento de mierda, por decirlo así - o por meter una excusa, quién te dice -, pero otra muy distinta es no poder ni siquiera leer. O sea, leer sí. Pero concentrarse en la lectura, no.

Tomé el teléfono y llamé a un amigo, compañero de la facultad a la que alguna vez había intentado ingresar. Sonó el aparato un par de veces, hasta que me atendió.

- Gordo – le dije -. No sé que mierda me pasa. No puedo escribir.
- ¿No podés escribir? – me preguntó, con un tono que dejaba entrever cierto fastidio y algo de sueño. Miré mi reloj y vi que era ya casi mediodía, así que no le presté mucha atención a las excusas que estaba argumentando.
- ¿Qué sos sordo, boludo? – dije, entre nerviosas risas -. Sí, no puedo escribir.
- Me estás cargando, che – me dijo -. ¿No era que a vos con diez minutos te bastaban para escribir algo de la puta madre?

Recordé las canciones que había escrito para la banda de Germán, otro amigo, hacía un tiempo, y que le habían servido bastante, y que, extrañamente, habían gustado. Él había dicho que diez minutos había sido el tiempo en que había tardado en escribir cada una de las letras. No mentía, pero tampoco es lo mismo una letra que el proyecto que tenía entre manos.

- No es lo mismo – le dije -. Esto es mucho más serio, y encima tengo una reunión con el editor el viernes.
- ¿Pero no tenés nada nada?
- Obvio que sí, pero creo que me haría falta más como para ir a mostrarle todo encaminado.

Un pequeño silencio del otro lado, y la confirmación que esperaba.

- Nos vemos esta tarde, si te va. Aunque, mirá las pelotudeces por las que me venís a molestar.

Cortó, dejándome con un “ahí están los amigos” en la punta de la lengua.

La diferencia que hay entre la desesperación y el bloqueo total es la fuerza con la que este último nos agarre. El bloqueo puede durar lo que dura, un café, una botella de cerveza, un viaje de colectivo, un par de jornadas, pero la desesperación se ensaña con el pobre que la sufre y nos hace ver que es difícil encontrarle una salida pronta al tema. Y ni hablar de exitosa.

En eso estaba meditando en el café, un bar concurrido de esos que hay de amontones en el centro de Córdoba, con la libreta abierta sobre la mesa. Tratando de despejarme había agarrado “París era una fiesta”, de Hemingway; y había logrado al fin despejar un poco la mente. La forma en que retrató la bohemia de aquellos años sepultados logró despertar algo de mi interés y terminé cayéndome en esa silla con una excusa perfecta para tratar de crear algo.

Una palabra venía, con fuerza y silencio, hacía mi cada tanto. No lograba asirla sin que se escapara en los confines de mi mente. El humo del café (el tercero o el cuarto de esa mañana convertida mediodía convertida tarde) subía despacio, ajeno al temor que se anudaba en mis venas. El ruido me enajenaba de a momentos, y al instante siguiente me volvía sensible a toda esa excitación veraniega que clamaba afuera: Los pasos, el murmullo del aire acondicionado, el ventilador girando. Todo. Y vi como el gordo entraba por la puerta.

Cerré la libreta, suspirando. Necesitaba de esa palabra. Lo más pronto posible




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