martes, enero 15, 2008

Game Over

De vuelta, a empezar de cero.

Digamos que sentirse atraído de vuelta por figuras del pasado es algo que les pasa a todo el mundo. Pero él, en la inocencia, el cansancio y el tedio de una rutina asquerosa de ocho horas, se sentía más propenso a buscar y, finalmente, re encontrarse con aquellas extrañas figuras que parecían esquivar exitosamente el peso del polvo y la herrumbre de los movimientos.

Por eso, cada vez que abría los ojos, pensaba “De vuelta, a empezar de cero”.

No es que le disgustara eso. No, nada por el estilo. Él se sentía cómodo errando por diversos caminos; saltando, pisando, corriendo, golpeando. Le gustaba eso. Era volver, aunque sea por un instante, a los tiempos de aquella gloria efímera para quienes la contemplan desde la lupa de los años, por no haberla vivido, pero eterna para quienes forzaron sus pasos junto a él, que aun no ceden ante la añoranza de una década muerta, a la que también yo le soy ajeno.

Me miró aquella mañana, un día húmedo y pesado de enero, con la misma confianza y esperanza de siempre. Tarde o temprano, acudiría cada uno al llamado del otro, para hacerle frente a ese ambiente gris, sofocante, donde el ventilador era tan sólo un sourvenir que despertaba más iras que las que aplacaba.

- Pero que ventilador de mierda – decíamos -. No refresca un carajo.

Y así, el pobre se convertía en otra victima de nuestras puteadas, junto a los directores, los alumnos, el gobierno, Al Qaeda, Bush, la falta de pago, el paro de colectiveros, la inflación, y el clima de mierda que nos hacía cambiarnos de remera tres o cuatro veces para, al final, desistir y ponernos en cuero y sentir como se nos pegaba en la espalda los caños fríos de los respaldos de la silla. Como el primer contacto era sentir una puntada fría en la espalda, mi primo se incorporaba de golpe y gritaba furioso, antes de revolear cables y controles por el piso.

- Vayanse a hacerse mover – nos decía a mi y a mi hermano, antes de retirarse de la pieza para irse a tomar al sol al patio -. Voy a tomar sol un rato – aclaraba, aunque afuera estuviese tan nublado que en cualquier momento era posible que empezáramos a formar parte de una tragedia holywoodense.

Él, mi primo, se asomaba y nos miraba como si estuviese contemplando el mundo viniéndose abajo en cualquier momento.

- En un ratito se larga una que la tormenta perfecta te la metes en el orto – sentenciaba entonces.


A mi hermano se le abrían los ojos grandes como platos, y un pequeño brillo de temor le empezaba a agitar el labio superior. Lo miraba entonces y le sonreía, tratando de calmarlo y levantando el joystick que había dejado caer al piso.

- No te hagas drama – le murmuraba, a veces fastidiado, porque la escena en los tormentosos veranos tendía a repetirse varias veces -. Esas cosas solamente pasa en Los Ángeles.

Más tarde, nuestro primo volvía y se sentaba al lado nuestro y nos contemplaba con los ojos achinados, por el sol que le había dado de lleno en la cara, o frustrado, porque ni la tormenta se había desatado ni el viento había azotado nuestro patio. Yo agradecía entonces, secretamente, no vivir en California. Con la cara roja y con las partes del cuerpo que no quedaban contenidas dentro de la superficie de la toalla llenas de pasto, venía él y se sentaba a mirarnos, como les decía. Entonces nos contemplaba y silbaba por lo bajo ante nuestras pequeñas hazañas, y reía entre dientes cuando empezaba a irnos mal, ya cerca del final del juego.

Cuando el cartel de Game Over se asomaba en el juego, reía más fuerte.

- Aguante el Güinin – silbaba con su voz de serpiente, como queriendo retarnos.

- Perdete la plai 2 en el orto – le decía yo, entonces.

Pero él seguía, inamovible. Cada vez que perdíamos, mi primo decía eso, aunque él fuera incapaz de hacer ni siquiera la mitad de las cosas que hacía mi hermanito, cuatro años menor que él.

Es más, creo que la primera mala palabra que dijo mi hermano, fue respondiendo al insulto ese, que lo único que lograba era enfrascarnos más en nuestro añorado y ajeno mundo de 8 bits y sonidos monocordes.

- Cerrá el culo, puto – le dijo, antes de meterle un patada en las canillas.

Díos, si que me fui por las ramas. Hay veces que odio eso y otras veces me encanta de sobre manera. Muchas veces empezaba, y aún empiezo, hablando de algo inocente o de un tema en particular, como un libro, una peli o una historia, y empiezo a encadenar acontecimientos, fechas, boludeces varias, comentarios de terceros, a esos terceros, y termino con un tema radicalmente diferente. Un ejemplo sería algo como empezar hablando de la segunda guerra mundial, y terminar charlando sobre los dividis de alta definición.

Sí, sin lugar a dudas. Con este tema me fui a la mierda. Vamos de vuelta, a ver.

Les contaba que a él, no mi primo, sino otro (no, otro primo no. Otra persona que en realidad nada tiene que ver con mi primo, el güinin, la plai 2 y los días plomizos del caliente verano. Bueh, en realidad sí, pero en fin... Generalmente no estaba con nosotros), siempre parecía pensar “bueno, de vuelta, a empezar de cero”.

Y no era por el clima, ni las sandeces de mi primo, ni mi hermanito puteando por primera vez. Él se mantenía ajeno a eso (creo que aún se mantiene) y el único contacto que establecía con todas esas trivialidades era el hecho de ser el catalizador. Cada vez que se sentaba con nosotros, terminábamos agarrándonos casi a las trompadas, como si tuviese que hacer patente esa discreción que se tener yo, de partir de juegos y llegar a las manos.

Y sin embargo, él y nosotros (mi hermanito y yo siempre, mi primo de tanto en tanto), jugábamos y nos regocijábamos en esa inocencia que parecía nunca se iba a perder, frente al tele (cuidadosamente puesto a punto bajo la normativa PAL-N, porque sino no se veía nada) y con un vaso de burbujeante coca cola en nuestras manos, mientras el calor no cedía ante la noche que crecía puertas afuera.

Una postal grandiosa: Niños sentados, esmerándose en una marca que jamás sería legítima, con un vaso de gaseosa en sus manos, frente al tele. Viéndolo desde acá , se podría decir que aquel tranquilamente podría haberse hecho pasar por un típico verano de mediados de los noventa.

Fuimos siempre, mi hermano y yo (y me atrevo a decir que mi hermano más que yo), gente que trataba de dejar lo mejor, llevándose al límite. Para él, cada juego era único, por más que se repitiese siempre los mismos paisajes, y siempre la misma música. Yo, llegado un momento, jugaba por inercia y reaccionaba recién en los instantes finales. Ahí sacaba a deslumbrar mi imaginaria chapa de campeón. Nos sentíamos orgullosos, inocente o boludamente orgullosos, de ser capaces de realizar esa muda hazaña.

Entonces, tarde o temprano, nos llegaba el final, de algún otro modo. O perdíamos (la mayoría de las veces leíamos “game over” por falta de vidas, y cuando lo ganamos por primera vez y apareció el nefasto cartel, mi hermanito se largó a llorar), o ganábamos, o se cortaba la luz (algo bastante usual, aún en aquella época), o nos terminábamos por cansar y nos íbamos (y nuestro primo a está se prendía sin ninguna objeción) a la pileta del pueblo, o se hacía de noche y había que comer y acostarse a dormir, por más que los kamikazes mosquitos se hicieran un banquete con nuestras pantorrillas, cuellos y pies, aún después de ponernos mil pelotudeces en contra de los mosquitos.

Pero al día siguiente, o después de dos semanas cuando salíamos de vacaciones, nos encontrábamos de vuelta todos (mi primo mi hermano yo y él) frente al tele, con los vasos de coca colmados y nos perdíamos de vuelta en un vistoso paisaje de ocho bits, agarrados de su mano y de la aventura repetida pero vibrante que nos regalaba.

Por eso yo pensaba en aquel entonces, cada vez que enchufaba el NES, que Mario suspiraba y decía “De vuelta, a empezar de cero.”

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