miércoles, diciembre 19, 2007

2.0

Miró la señal parpadeante en la esquina inferior de la laptop. La señal del modem se apagó. José se paró rápidamente y reviso todas las conexiones. No podía fallar. No en ese momento. Faltaba poco para las instancias cruciales que se aproximaban. No podía fallar.
Conectó y desconectó varias veces, inclinándose cada tanto sobre el monitor para ver si algo cambiaba. Pero nada. Después de varios infructuosos intentos, el diagnóstico que le arrojaba la máquina tenía un gusto extraño, como burlesco.

“Connection timed out”, rezaba el cartel que saltaba de tanto en tanto.

- Cagamos. La puta madre. Cagamos
- ¿Qué mierda decís?
- Lo que escuchaste, Miguel. Está todo en las últimas. Cagamos
Miguel guardó silencio. Contra su semblante se dibujan haces difusos, intrusos en esa habitación mohosa y húmeda. Por los resquicios de la persiana entraban, fríos en la noche de julio, la luz de los faroles de la calle. Sus ojos celestes centellaban de tanto en tanto, cada vez que encontraba una idea, aunque después la desechara al instante.
- Alguna forma tiene que haber, mierda. No puede que ser que tirando abajo el servidor quedemos todos en pelotas.
- No puede ser, pero es, y a eso tenemos que atenernos – prosiguió José, inclinado sobre la computadora -. Lo único que nos queda es salir afuera y rendirnos. Nos tienen cogidos de un huevo. Sólo les falta que nos pidan que chiflemos.
Los monitores se apagaron de golpe y los rostros perdieron el tono azulado que les daba la forma de un sueño. En la noche los ojos trataron de encontrarse, tal vez para decirse algo que todos empezaban a dar por cierto. Estaban en las últimas.
Un encendedor ilumino con timidez la habitación. Eran todos ígneas figuras frente a la imposibilidad de batallar su guerra. La parpadeante llama se hizo espacio en una vela perdida en un cajón de la cocina. Las caras contenían derrotas en cada centímetro de su epidermis. En esas instancias perecederas, Miguel estaba orgulloso de ellos. Habían batallado desde esas tinieblas canábicas, en un resquicio perdido entre las paredes de la ciudad. Era el momento en que los teclados y los códigos quedaban cortos. Las calles llamaban estruendos que no estaban del todo seguro a querer hacerse sentir.
- El teléfono no anda tampoco – dijo una mujer, y el mensaje no sorprendió a nadie.
Sólo en la pared, un reloj cortaba el tenso paso de los minutos.
Una risa nerviosa se apoderó del grupo. En todas sus mentes se compaginaban recuerdos esquivos mientras en sus venas latían sentimientos extraños e incongruentes unos con otros. Por encima de ellos, la niebla del humo del cigarrillo dibujaba fantasmas de una noche en vela.
- ¿Y con los celulares tampoco podemos?
La pregunta desesperanzada cruzó el grupo y cayó en saco roto. Nadie reaccionó y los rostros parecían calaveras flotando en torno a la llama crepitante de la vela que ardía. En las cuencas de esos ojos un vacío ocupaba el lugar predilecto de todas las retinas.
- No – la voz de José resultaba contundente en esa oscuridad cavernosa, apenas cortada por el halo amarillo de la vela. Por más que hablaban en un murmullo se escuchaban perfectamente -. Mira por la ventana, sino. Toda la ciudad y, me juego hasta las manos, toda la provincia debe estar sin luz.
- ¿Por qué crees eso?
José tiró sobre la mesa el diario correspondiente a ese día. En grandes letras se veía que muchas cosas, más allá de sus propias vidas, tenían un final tangible e inquietante. Varias series televisivas, varios programas de concursos e inclusive varios deportes disputaban sus últimas instancias.
- Creo que en la radio mañana se va a hablar mucho más de que, por culpa del corte, no se pudo ver el partido de fútbol que el presunto suicidio de unos subversivos de poca monta.
- ¿Suicidio? ¿Subversivos de poca monta? ¿Por qué crees que nos van a llamar así? – el enigma preocupaba a cuatro de los cinco ahí presentes.
Miguel tendió una hoja impresa tan sólo un cuarto de hora antes a los tres que no sabían nada.
- Ya nos han dado por muertos. Buscando en los drafts de las agencias de información gubernamentales figuraba esto. Al principio creí que se trataba de alguna célula aislada, pero cuando empezó todo esto me dí cuenta que desde hace tiempo las casualidades no existen.
Todos rieron, motivados más por el fraternalismo que por cualquier otra cosa. La fatalidad inminente no permite más que una risa cómplice entre hermanos caídos en desgracia.
- Lo peor de todo esto, debe ser pasar al jardín de enfrente sin trascendencia alguna – dijo Julia, la única mujer del grupo.
- No creo que haya sido todo en vano, a pesar de terminar así – dijo Alejo, quién por primera vez habría la boca desde que la conexión se había caído -. Es como decía Winston: “nosotros somos los muertos”, desde el momento en que nos metimos en esto.
Era cierto lo que decia. Las miradas cabizbajas y el aire de derrota que los unía, mezclados con sonrisas fraternales y un apoyo mutuo que parecía iba a flaquear de un momento a otro, hacía probable que la melancolía fuera más fuerte que las ganas de luchar.
- Nosotros somos los muertos – repitió José -. Cuanta razón tenía Orwell.
Pitó el cigarrillo que acababa de encender. En las calles, el sonido de la tormenta no dejaba adivinar la pesadilla que pronto creían iba a abalanzarse encima de ellos.

0 sorprendidos por semejante idiotez: