jueves, diciembre 13, 2007

Diario: Día 4 - Mañana

Día 4
Mañana

”I don’t need to believe
every lie you concive”
Depeche Mode – The pain that I’m used to.


Al final, se hizo lunes, mientras contemplaba, durante la madrugada, el amanecer, a través de la vidriosa puerta del departamento. Poco a poco, el mundo se fue despertando y empezó a girar. Yo tarareaba una canción de moda, que se me había pegado de la radio, mientras sorbía con tranquilidad una amarga cerveza, que se había quedado ya sin gas. A mis espaldas, las paredes se teñían de un celeste opaco, en anticipo de la resaca que caería sobre mí un rato después. Cuando me levanté, un ruido de vidrios verdes rodó por el piso y llenó, por un instante, el departamento de vitalidad. Un universo de destellos verdosos iluminaban atisbos oníricos de esperanza.

Al caer sobre el colchón quedé desmayado, a sabiendas que me despertaría destrozado y con un dolor inaguantable.

El teléfono sonó un par de veces antes que al fin pudiese abrir los ojos. Las imágenes se confundían y los ruidos que subían desde el boulevard se confundían con mi voz, el dolor estridente que pujaba dentro de las paredes del cráneo, el pitido del teléfono y el ruido del timbre, que sonaba una y otra vez. Un concierto no apto para personas al borde de un colapso nervioso.

- ¿Qué mierda quiere? – contesté, mientras me apretaba las sienes y trataba de ordenar los burlones y danzantes pensamientos que hacían trabar mi lengua. Una botella casi vacía desparramó los restos apestosos del líquido por parte del piso, mientras giraba dándole aires caleidoscópicos a la habitación.
- Soy yo – respondis... respondió tu voz -. Quería saber como estabas, no has respondido ninguno de mis mensajes estos últimos días.
- No he estado aquí en casa – le dije, mientras la angustia se espesaba en mis venas -. Pero ando bastante bien, dadas las circunstancias. No te preocupes.
- ¿En serio?
- Sí – mentí, mientras buscaba encima del televisor la bendita pastilla para calmar el dolor de cabeza -. Trato de mantenerme ocupado en otras cosas. Ya sabes, trabajando o haciendo algo por el estilo. Tengo que ponerme al día con varios proyectos.
- Sí, estuve leyendo. No has escrito nada estos últimos cuatros días.
Suspiré en forma visible, mientras los blisters de algunas pastillas caían al piso desde la parte superior del televisor.
- No hubo nada sobre lo que escribir.
Silencio del otro lado de la línea.
- Me parecía – dijo (superé el que creía inamovible dijiste) -. Bueno, eso es todo – su voz parecía dolida. ¿O era que necesitaba sentirla dolida? -. Quería saber como estabas nomás – se calló un segundo, supongo que intuyendo una reserva incisiva y adrede de mi parte -. Mira, lamento mucho lo que sucedió, pero...
- No hay drama – interrumpí -. Las heridas se hacen para cerrarlas.

Colgué el teléfono, cortando un reproche que quedó a medias. Encontré el bendito mikesan y lo tomé con un vaso de agua. El aparato debe de haber seguido sonando, pero me encontraba sumergido en el aplastante ruido de guitarras suecas. El celular vibraba en mi bolsillo, pero rehusé a atenderlo. No quería toparme con el reloj ni con ningún mensaje, así que lo reventé contra una foto, que había tomado un tiempo antes y que ahora colgaba encima del sillón.

Bajé a la calle, después de apagar el equipo de música y dejar el teléfono sonando en la sala vacía. El calor era fuerte, aunque el cielo nublado anticipaba una lluvia. No sabía si estar contento o triste por eso. Los días húmedos me ponen de pésimo humor, y no necesitaba cargar con otra excusa para portar una cara de culo aplastante. Por otro lado, no vendrían nada mal una lluvia para que cambiara el ánimo seco y decadente de la ciudad. Hasta las paredes parecían transpirar y en los rostros anónimos que había en las esquinas el deseo de agua latía, casi con fervor debajo de las nubes.

Paré un taxi y me subí encima. Sonreí mientras contemplaba los palitos verdes que conformaban la temprana hora de la mañana. 10:00. ¿Tan poco había dormido? ¿Tan poco me importaba haber dormido tres horas nomás? Palpé mi bolsillo trasero y constaté la presencia de la billetera. Le dije al taxista que me llevara a una dirección céntrica. Eran los primeros días del nuevo año y necesitaba con urgencia dos cosas. Un celular nuevo y una agenda actualizada. Tiempo para los diarios y para dormir habría en casa de sobra, a la vuelta. Córdoba se despertaba, y en ella latía con fuerza una vitalidad a la cual a veces no se ve. Necesitaba empaparme de ella para ver si aún podía darle batalla al cinismo que me amenazaba.

Paré en un café a desayunar algo. Mi estómago se retorcía, pero necesitaba tomar algo caliente para calmar el hígado, el riñón o alguna de las infortunadas tripas, que se empecinaban por hacerme pasar ese momento horrible. Bebí en silencio, mirando por el vidrio las calles atestadas de gente. Jóvenes que se dirigían al colegio o a la facultad, muchachos sumergidos en sus auriculares, hombres y mujeres caminando de aquí para allá, bajo la fría mirada del edificio del Correo.

- Un desierto... Un desierto... – me encontré cantando, despacito, mientras, con una injusticia tiránica, el viento empezaba a desplazar las nubes, dejando espacios celestes por donde empezaba a colarse la luz fuerte de las horas cada vez más cercanas al mediodía. En la radio del bar una voz harto conocida parloteaba sobre las inclemencias del tiempo. Ese discurso que se sabe escuchar, de tanto en tanto, todos los veranos.

Una mujer, ajena a todo, me miraba desde otro lado del lugar. Tomé una lapicera, escribí sobre una servilleta una pequeña frase y se la tendí cuando me iba yendo. Lástima de no haber tenido un celular para anotar algún número

La vida se juega una sola vez, y los suicidas son aquellos que buscan pagar cuanto antes la apuesta.



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