lunes, diciembre 17, 2007

Confesión

Hoy maté a un hombre.

Fue algo simple, más sencillo de lo que podría haberse esperado. Una pequeña sucesión de lamentos, una garganta llorosa y las palabras que se atropellaban para perderse, antes que el silencio cubriese los huesos y la piel del desdichado. Una simpleza pasmosa movía con exactitud mis manos en la tarea de extirpar el germen vicioso que hace brillar los ojos.

Lo miré a la cara, reparando en todos los detalles que cruzaban su rostro. Es impactante la manera en que se graban en nuestras mentes las formas desordenadas de características que componen las cosas, aunque después se pierda eso y quede tan sólo un fantasma en su representación. Se pierde el modelo y queda el boceto, para decirlo de otro modo. Todo se desvanece y nuestra mente apenas recuerda unas perdidas e inconexas sensaciones de minutos, colores y luces.

Acaricié el pelo y traté de acicalarlo un poco, afeitándole la barba crecida y secando las lágrimas que brotaban de sus ojos. Quería dejar unas últimas palabras, me confesó. Le dije que no iba a tener otros oídos que los míos, y pareció no entender. Me devolvió una mirada cargada de pena y locura, como si lo que estuviese a punto de hacer fuese irremediable. Sus ojos celestes reflejaban una inocencia que yo no podía admitir.

Por eso, hoy maté a un hombre.

Tomé un cuchillo, y él clamó por un instante de piedad. Los ríos que surgieron de las venas agrietadas tiñeron su clara piel con un purpúreo manto de inminencia. Las muñecas colgaban sin vida debajo de los brazos cubiertos de tajos. ¿Por qué hacerme sufrir?, preguntó. El silencio, me pareció entonces, es una respuesta preciosa de contundencia inexpugnable. Los ojos celestes, apagados, cubiertos de nada más que la indiferencia de lo inminente, entendieron eso, y callaron también. El roble esperaba afuera.

Una pradera estéril trataba de latir dentro de la prisión de su pecho.

Un éxtasis de sentimientos recorrieron mis manos, vibró en mi ser y se transmitió por el aire, en algo parecido a ondas. Todo se doblaba al paso de ese crujido que se abría paso en la tierra. Me hizo bien. Solamente eso. Tal vez por esa exclusiva razón lo hice. No cruzó por mi mente la pregunta que si esta bien o no confesarlo. Será porque no espero a que algo me responda, o porque a lo mejor me traiciona el inconsciente.

La única duda que logra refrenar aunque sea un poco mis pasos es el hecho que cada vez siento un deseo mayor de entregarme desaforadamente...

El teléfono suena dentro de su bolsillo, y el sonido vibrante despierta en el recóndito espacio de su mente las últimas llamadas que logra recordar antes del frenesí que lo alimenta

... ante la furia que late dentro de mis venas, y que recorre todo mi cuerpo sin encontrar resistencia de ningún tipo a este sentimiento irracional que me embate. Soy el violador de este silencio impropio, de esta noche ajena, estas horas prestadas a una aurora que no nace y a una luna que aun no muere. Necesito de su sabor en mi lengua para encontrar un poco de descanso entre las vivencias que no me corresponden.

Prometiéndoles deseos, una voz femenina suave y aterciopelada, le invita a seguir el juego. Muy convincente. Sugiere recorrer cada centímetro, explorar cada rincón y explotar al máximo lo que surge dentro de su alma.

Es ligeramente enfermizo. Acercarse lentamente, midiendo los pasos, estirando al máximo la posibilidad de sorpresa.

Y entonces el cuchillo cae, filosa la cuña, y la piel no opone mucha resistencia. La soga aprieta la garganta, mientras el universo no se siente dentro de la trampa del péndulo en la que se cae. En esos instantes la oscuridad es una alegría de punzante presencia, mientras la sangre se agolpa, aquí debajo de este árbol que me sostiene. ¿Quién empuñará las respuestas la próxima vez que busque responder preguntas?

Hoy maté a un hombre, y soy libre de mecer levemente con el viento, libre de la cadena de los tiempos.

El teléfono suena dentro de su bolsillo, y el sonido vibrante despierta junto al aurora sonando en el descampado eterno que se abre. El sol ilumina los pies inertes, y el silencio es otra pesadilla que, en la soledad de un rostro desfigurado, sufre un poco ante el ring ring incomprensible.

Lentamente, como dos agujas de brújula, los pies giraban hacia la derecha: norte, nordeste, este, sudeste, sur, sudsudoeste; después se detuvieron y al cabo de pocos segundos giraron, con idéntica calma, hacia la izquierda: sudsudoeste, sur, sudeste, este.

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