martes, agosto 28, 2007

La peor noche de mi vida

A lo mejor, como simple preámbulo de la noche que se vendría, dejé escapar, sin resentimiento alguno, todas las pequeñas motas de inspiración que iba encontrando por el camino. Casi siempre, después del viaje diario de colectivo, termino en mi boca con un sabor amargo, más ácido aun que el que dejan las empanadas recalentadas como las que comí antes de salir, debido al estúpido hecho de no querer anotar las ideas que pasan volando frente a mí, esperando con paciencia a que las tomé y haga con ellas lo que se me plazca.

El prefacio comparte la misma inutilidad inherente del epílogo. A esa altura podía intuirlo, mientras en mi mente se escribían versos y párrafos cuyo destino era el polvo de mi memoria. La larga espera, a pesar de haberme encontrado sentado, traía consigo una sospecha de somnolencia que se iba a hacer sentir conforme pasaran las horas.

Los últimos estertores del invierno, más allá de mostrar aun los cadáveres pelados de los arboles y la piel insensible de los peatones, dejaban entrever atisbos de primavera, sobre todo en el ánimo de las personas que se atrevían a pasearse por las plazas céntricas, ante mi azorada mirada, y la de otros tantos que sentíamos el frío demasiado real, aunque se ocultara durante las templadas tardes.

Tensa es la espera bajo la desguarnecida parada, debido a que la llegada del colectivo parece más producto del azar que cualquier otra cosa. Siento el silencio entorpecer a la gran ciudad, y mi alma se empequeñece. Jamás la había visto sufrir así, con tantas ansias y a la vez tanto miedo por anticipar un cambio que desde tiempo se venía gestando.

"La vida consiste", pienso, "en dejar que la historia te arrastre inexorablemente". Pierdo la mirada en el mar de coches que se agita una cuadra más abajo, y distingo el perfil luminoso del frente del omnibus. Tres pitidos en mi reloj marcan que al fin es la hora.

Subo temeroso, parodiando con el chofer la misma escena que llevamos a cabo durante tanto tiempo. Intercambiamos un saludo grotesco, agónico, orgulloso cada uno de sus pequeñas victorias, a pesar de saber que en los metros que nos separan hay más historias de derrotas que fantasias de glorias.

Entre mis manos llevo un libro, y veo el contorno del rostro aniñado de la muchacha que aparece en la foto. Una lágrima se me escapa y, sin quererlo, termina muriendo en el piso. No sabría decir si es en verdad pena por lo que me hace falta, o maravillación ante la mirada fija y traviesa de la modelo.

Faltaba mucho para saber que sería una de las peores noches de mi vida, pero fui ciego al no poder preveerla en esas pequeñas alegorías. Sobre todo la más importante: Saber que ella no me amaba.


This Post's Soundtrack: The Vines - Get Free

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