miércoles, septiembre 12, 2007

Confesión

La luz hería sus ojos, donde fuera que mirase, como si se encontrara dentro de ella. Cómo había llegado ahí era una pregunta cuya respuesta estaba dispuesto a negar, hasta el fin de sus días. ¿Cómo podía ser ese el precio de la libertad? El silencio, la censura, la opresión. El Dolor. Dios, por favor, que no se repita.

Sentía frío dentro de esa confusión. ¿Era en verdad él quién había hecho todas aquellas cosas? No recordaba haberlas hecho, pero tampoco podía negarlas. Los hechos que le presentaban eran pruebas irrefutables que lo implicaban y sabía que no podría cuestionarlas. ¿Se molestaba acaso por eso? Desde el momento en que había decidido involucrarse sabía que la única forma de salirse era irrevocablemente muerto. Hasta se lo habían dicho, para ver si se eran capaz de arrepentirse en el último momento. Le habían jurar fidelidad a una causa de la que no sabía si existía en realidad.

Pero creía en ella, y en el hombre que les decía en que creer. Pero si hasta podía haber apagado el infernal aparato aquel, dejándoles un mínimo momento de libertad, verdadera libertad. ¿Se hubiese podido negar a esa prueba irrefutable de poder, de subversión aun más allá de lo que cualquier hombre podría haber llegado a hacer? La respuesta se encontraba perdida en ese torbellino lejano de recuerdos y memorias, que parecían pertenecer a otro hombre. El dolor ofucasba todo.

Escuchaba una voz familiar, pero no podía dar con ella. Escuchaba como le decía en qué creer y le informaba de todos los delitos que había cometido, la sucia manera en que había traicionado a toda una forma de vida. De eso recordaba poco, sólo su intento de éfimera libertad y el contorno difuso de una muchacha a la que podría haber amado.

Un fuerte impuso eléctrico recorrió su cuerpo. Sintió cada célula estremecerse y liberar el odio que acumulaba en la forma desgarradora del grito. Se sintió cansado y odio con las pocas fuerzas que le quedaban al hombre que tenía al lado, al que había idolatrado.

La luz se hizo más intensa, pero no podía verse, ni levantar la cabeza. No sabía si era porque estaba atado de algún modo a la tabla gélida que lo sostenía o porque esa fuerza aniquiladora que lo recorría le nublaba la vista. ¿Acaso importaba?

Sintió una mano que se apoyaba en su hombro, y en frente de él se dibujaron de vuelta los fantasmales números de esa rueda maldita.

- ¿Y, Winston? - dijo la voz, más soberbia que nunca -. ¿Cuanto son dos y dos?

Decidió no responder, mientras su cuerpo se convulsionaba al ver como los números en la estrecha esfera iban aumentando.


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Bueno, es un cuento que está basado en un fragmento del excelente libro de George Orwell, 1984.

"La libertad es poder decir que dos y dos son cuatro" (Winston Smith, 1984)

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