sábado, septiembre 08, 2007

Plaza Alem

Plaza Alem

Era una de esas noches atípicas que parecen haber pocas veces a lo largo de toda una vida. Septiembre recién comenzaba, pero un clima veraniego ya se hacía sentir en el aire, dejando flotando la sensación de que la primera había sido olvidada. Caminó con paso distraído, cruzando calles y veredas, recordando con claridad, o al menos así suponía, lo que acaba de sucederle.
Ella le había dicho que lo amaba. Y había obtenido como respuesta un silencio de ladrón sorprendido en el supermercado. La frase, soltada de improviso en medio de una conversación, lo había dejado pasmado. Hasta no hacía mucho ella se había negado sistemáticamente a verlo, no respondiendo sus mensajes ni contestados sus llamados. Había favorecido el silencio, la tensa espera entre ambos, el hecho que él estaba trabajando en otro turno y disponía menos tiempo que antes.

Pero finalmente se había decidido.

(Die Liebe ist ein wildes tier)

Buscó un banco con la vista y se sentó, mirando hacía el asta vacío que esperaba a una insignia que muy raras veces había flameado ahí. Reflexionó sobre todos los problemas que tenía en su vida: la facultad, el trabajo, el bloqueo creativo, los proyectos inacabados, y suspiró, analizando la complejidad de todas sus desventuras. Y encima ahora esto.

- No - se dijo -, si Dios le da a pan a quien no tiene dientes, la puta madre.

No se sentía insatisfecho ni feliz. No quería comprender ni adjudicarse un estado anímico, a sabiendas que sólo serviría para hacerle pensar más en esa inoportuna frase que lo seguiría durante mucho tiempo. Había obtenido como respuesta un signo de esperanza y debilidad, un voto de confianza y locura, al que no podía negar haberlo buscado.

- La gran concha de la lora.

¿Por qué maldecía? ¿Cuál era la razón de negar todo eso, de tratar de esquivarlo? ¿Acaso no ser comprendido y querido no era uno de los grandes anhelos que poseían todas las personas? ¿No era el consuelo de los solitarios el saber que había alguien entre los mantos de la oscuridad y el destino esperando por ellos? ¿Cómo habría de negarse y convivir con ello, después de haberlo buscado?

(you took a white orchid, you took a white orchid and turn it on a blue)

Una ligera brisa, tibia y seca, cargada con el olor del pasto que había en la plaza, recorría las calles que había dejado atrás y se paseaba por debajo de su chomba y revoloteaba en su desprolijo cabello. Era uno más del montón. ¿Por qué se había fijado ella en él? ¿Cuándo había terminado por decidirse? Él sabía que ella estaba con otro, que también la quería y que había dejado mucho por ella. ¿Cómo habrá reaccionado ese hombre, ese ser humano pleno de esperanzas y sueños listas para ser destruidas, ante la desesperanza del abandono? ¿Lograría acostumbrarse al cinismo de la de derrota y a la nostalgia de la carne? ¿Qué sería de su recuerdo, en la mente de ella?.

- ¡Para! – gritó - ¡Deja de pensar en esas boludeces!

Su conciencia estaba haciendo un maldito desorden en su cabeza. Se sentía mal no sólo por el mismo que había callado ante el amor de la persona que el quería, sino también por el desgraciado que lloraría su partida.

Por la calle que rodeaba la plaza escuchó el lamento de un hombre que venía andando en una bicicleta.

- ¿Quién te va a querer como yo, tortuguita? – se preguntaba entre sollozos - ¿Quién te va a cuidar como yo?
- Obvio – se contestaba a si mismo, antes de seguir de vuelta con su lamento.

Lo miró alejarse a través de la curva que seguía detrás de la iglesia, con miles de sentimientos golpeando su pecho. Aquel desafortunado vagante vivía la más humana de las tragedias y la peor de todas las decadencias. No lo conocía y jamás lo había visto antes, pero lo sentía tan cerca como a cualquier amigo de la infancia.

Se levantó y echó a correr calle abajo, guiándose por el lamento, tratando de buscarse a sí mismo. Vio la bicicleta tirada en el piso y al hombre llorando con fuerza a un costado.

(i wanna get free, i wanna get free, i wanna get free, right into the sun)

- ¿Qué le pasa? – le preguntó, al ver como las lágrimas caían al suelo.
- ¿Quién te va a amar como yo, tortuguita? – seguía lamentándose el otro -. Obvio
- Bueno, no puede ser para tanto – intentó calmarlo -. Hay muchos peces en el mar, todavía – prosiguió, conciente de su mentira.
- Pero yo quiero a mi tortuguita – le dijo el hombre, mientras le tendía un bulto.
- ¿Quién es su tortuguita? – dijo él, recibiéndola.
- Obvio

Desenvolvió el paquete y contempló los recuerdos de una vida entera llevados en retazos. Se lamentó tener una pena tan pequeña en comparación con ese hombre que lloraba por los pedazos de una revista.

“Maldita sea”, pensó, mientras aceptaba que la decadencia nos ganaba porque la aceptábamos sin lucharla.

(she never loved me, she never loved me, why should anyone?)




Guardó silencio unos momentos y contempló la pantalla, releyendo cada párrafo y cada línea. No era perfecto, estaba seguro, pero podría llegar a ser aceptable. Una mueca de sonrisa dibujo su rostro. Hubiese deseado ser ese mismo hombre, aunque ya casi no recordaba como interpretar ese papel. Había aceptado su propia decadencia y había comprendido, al fin, que significaba eso de “las grandes derrotas que las victorias disfrazan”.

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