sábado, septiembre 15, 2007

Memorias

Algo que había empezado a escribir hace tiempo, y que terminé recién hoy. Me gustó mucho la forma en que quedó, pero me gustaría saber mucho más su opinión.

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“Sentado en el sillón, miro la biblioteca que cobija con orgullo en sus anaqueles los volúmenes a través de los cuales he escrito mi vida. No hay mucho de falso ni de verdadero en esta afirmación y no se siquiera si algún lingüista o literato la consideraría “verosímil” o “ficcional”, pero, a decir verdad, es lo único que puedo afirmar mientras lucho por no dormirme en el cálido abrazo de este acolchonado mueble.

Frente de mí, en el frío contraste que nos impone a los mal afortunados el azar y, como triste contraste de dos realidades que lamentablemente conviven dentro de mí, esta abierta una mesa de picnic. Sí, sobre el reluciente y lustrado piso y frente a la amplia biblioteca en donde puedo leer todos los párrafos de mi vida, una mesa de picnic sostiene el cuaderno donde recién ensayé el solemne título de Memorias”

Mi inmortalidad son los libros. No que haya escrito ninguno o tenga pensado hacerlo, aunque durante mi juventud fue una de esas pequeñas obsesiones que me motivo muchas veces cuando quedaba estancado en algún proyecto. Recuerdo haber prologado libros que tenía escrito en mi memoria, pero cuyas palabras se escapaban cuando las pasaba al papel o las ideas perdían sentido en el momento en que me sentaba en frente de la máquina de escribir. Puede que también en mi otra biblioteca haya cuadernos y carpetas de hojas y hojas garrapateadas o escritas, con retazos de capítulos o historias casi concluidas. No sabría decirles bien, no querría confirmarles. Hace tiempo que no bajo hasta allá. No desde aquello.

Por eso, ahora encerrado en este pequeño lugar, donde no hay escape al menos que se elija la muerte, donde las paredes me acercan cada vez más a la interminable biblioteca que tengo en frente de esta pequeña mesa y de este pequeño cuaderno, siento que no podré morir, o no debería hacerlo, hasta haber terminado de leer todos sus tomos. Cada libro que hay en sus anaqueles lo compré yo, y lo dejé ahí en la inmutable espera, mientras me equivocaba tratando de convencerme que la inmediatez del éxito me daría el tiempo para leerlos tranquilo después. Hubo un problema en mi teoría: El éxito es fugaz, no inmediato. Como vino se fue, y la biblioteca siguió poblada, en la esperada de que tuviese algún tiempo para leerla, mientras yo seguía enfrascado en mi búsqueda insensata de efímeros placeres.

Así fue como fui llenando cuadernos, carpetas y todo lo que tuviese un poco de espacio para escribir con palabras, ideas, párrafos, oraciones, lo que fuese. Servilletas, boletos de colectivo, los envoltorios de los chocolates, pedazos de diario, incluso el cartón grasiento del envase de pururú del cine. Todo eso, ahora que hago memoria, se amontonaba ahí abajo. Por lo menos hasta el día que tuve que moverme acá arriba.

Fue lo próximo de su presencia lo que hizo moverme hacía aquí, a contemplar esa pared cargada de partes de mi identidad. Cada libro que tengo me representa en algún aspecto. Son mis fragmentos de mi ser. Los libros son mi inmortalidad. Yo no podré morir mientras esperen ahí, a ser abiertos y leídos, por primera y última vez. Tienen que esperar. Su condena es la espera. Su condena es mi libertad. Libre de los tiempos que corren soy mientras sus páginas permanezcan impolutas dentro de sus tapas.

Por eso, ahora que estoy inmerso en este plan de escaparles a la muerte, aprovecho y escribo mis memorias. Voy bien encaminado, aunque serán póstumas al cadáver que no podrán encontrar. Eso me motivo: Escribir las memorias de un inmortal, disfrazadas en los anaqueles de la biblioteca que lo contiene y lo sobrevive. Una tarea monumental a la que me he enfocado, perdiendo la percepción de todo, excepto de los lomos solemnes de nombres grabados que tengo en frente.

El tiempo jamás podrá consumirnos.

No hay puertas ni ventanas. No recuerdo que las hubiera, pero perdí la capacidad del recuerdo hace mucho tiempo. La he negado para abocarme a mi eterna tarea. Las memorias para un inmortal son resquicios de la naturaleza humana que ha decidido negar. No puedo tenerlos aunque puede que los añore. Nadie dijo que esto pudiera llegar a ser fácil.

Hace tiempo que me quede sin papel, primero, y sin tinta, después. He decidido seguir escribiendo en las paredes, centímetro a centímetro, dentro de esta cavernosa oscuridad que se abate. Cada día es más difícil seguir, cada vez me canso más rápido. No importa. No creo que la muerte se disfrace de paredes escritas con sangre para leer las memorias póstumas de un inmortal. Por más que pudiese desfallecer mi cuerpo, seguiré escribiendo, oración tras oración, párrafo tras párrafo, en la tarea esquiva de no poner un punto final.

Por lo menos hasta que la biblioteca no termine de quemarse.

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